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Catedrales a la insignificancia

Hubo un tiempo en que los listos patrios presumían por las esquinas de votar con más sentido y conocimiento de causa que el resto de los mortales porque se habían leído, chan tata chán, los programas electorales.

  • Última actualización
    23 abril 2019 15:04

Los parias y demás gentecilla votábamos desde la inmundicia de los eslóganes y las entrañas, desde las cavernas de las filias y las fobias, desde la miseria del adoctrinamiento y el sectarismo, la pasión y el odio, la histeria y los prejuicios, sometidos a la esencia más pura del analfabetismo electoral.

En cambio, los caudillos del negro sobre blanco, los mesías de la palabra y el puedo prometer y prometo y, sobre todo, los arcángeles del “compare” eran capaces de llegar a la verdad insoslayable, ellos sí, y, antes que nadie, a la única verdad, pues leyendo sólo había una salida: la suya, qué cosas.

Gracias a estos apóstoles de la infalibilidad, terminamos comprando la moto de que había que leerse los programas, aunque mientras que ellos se creyeron que lo que buscábamos era saber a quién votar, los mortales lo que buscábamos era un arma para que nos dejaran de engañar. Éramos ciegos, pero no tontos.

El resultado, para desquicie absoluto de los salvadores de la patria, es que, por un lado, la lectura de los programas electorales tiene el mismo poder decisorio que una pancarta o un debate electoral. El que ya sabe a quién votar, sólo ve lo que quiere ver y sólo se cree lo que se quiere creer. En cuanto a los indecisos, las conclusiones son tan variadas como conciencias hay sobre la faz de la tierra, es decir, un arma electoral más.

Por otro lado, nuestros siempre amados y nunca suficientemente ponderados políticos descubrieron que el vulgo, menudos granujillas, iban a pillar, vaya por Dios, se leían los programas y luego empezaban con el “usted dijo”, “usted prometió”, “pero usted no opinaba qué” y demás incómodos comentarios que han llevado a que si los programas electorales antes eran papel mojado, ahora no sean más que un gurruño de film transparente, una amalgama de naderías políticamente correctas sólo detallables y ampliables por el discurso y las soflamas del candidato y sus mítines, es decir, lo mismo que masticábamos los ignorantes y que ahora masticamos absolutamente todos. Hecha la ley, hecha la trampa.

El mejor ejemplo es esa catedral de la insignificancia que han construido los partidos políticos en torno a la logística en esta campaña. Ni llorar dan ganas porque, a estas alturas de la vida y viniendo de donde venimos, ya no es una cuestión ni de insensibilidad ni de ignorancia. Aunque lo quieran disimular, nuestros siempre amados y nunca suficientemente ponderados políticos saben de logística, saben de su importancia y saben de su trascendencia. ¿Que qué falla entonces?

Es la “filosofía Ábalos”, que todo lo trasciende y todo lo contagia, incluidos a todos, repito, a todos los partidos políticos.

Igual que el todavía ministro de Fomento pasa absolutamente de la logística sin pretender restarle la más mínima importancia, “hay que ocuparse, pero que se ocupen otros”, pues para el resto es igual. Que no te diga que se vaya a hacer no significa que no se haga. Es decir,  que no te diga que te quiero no significa que no te quiera, valiente cobardía de casado cuarentón que, también en el caso de la logística, no es más que una falta de respeto.

Menos mal que este sector anda sobrado de orgullo y de espíritu reivindicativo. Lo veremos de nuevo este viernes en la I Fiesta de la Logística de Madrid, compendio de lo que es este sector, de lo que transpira este sector y de lo que se merece este sector, es decir, menos naderías y un poquito más de respeto.