¿Estaremos condenados a repetir la historia? Me temo que sí. Para sustentar esta afirmación voy a echar mano de mis apuntes de clase y recordar lo que no me cansaba de repetir todos los años.
En 1840/50 el mundo inició un proceso de globalización mundial que se consideró “irreversible”. Era “la primera globalización”, si bien en aquellos años se la llamó la “Era del Progreso” (ver gráfico). Esa primera globalización trajo un crecimiento económico sin precedentes y se basó en oleadas simultáneas de avances tecnológicos imparables (electricidad, petróleo, motor de explosión, aviación, industria química, telégrafo, teléfono, radio, fotografía, infraestructuras urbanas, sanitarias, etc. etc.). La ausencia de barreras al comercio, un orden internacional estable y asumido por todos y los avances en los transportes (ferrocarril, barcos a vapor) y en las comunicaciones facilitaron y ayudaron en este proceso.
Es verdad que vino acompañado de problemas, como casi todo en economía. Desde los reajustes del poder económico entre los países con las consiguientes tensiones geopolíticas, hasta la concentración del poder en pocas personas y enormes multinacionales (la empresa petrolífera “Standar Oil” de Rockefeller, es un buen ejemplo), o los problemas medioambientales que esa industrialización sin control estaba generando, la carrera armamentística y la configuración de bloques defensivos, impulsada igualmente por las nuevas tecnologías, por las propias las tensiones geopolíticas, o el cambio ideológico de esas sociedades sustentado en el miedo a un futuro en cambio acelerado y en las desigualdades.
Sin embargo, la confianza en el progreso y en la tecnología era total. Todo se podía resolver y las crecientes interrelaciones económicas entre países eran el mejor caldo de cultivo en el que sustentar y cimentar esas relaciones internacionales. Ningún país podía ni siquiera pensar en romper ese escenario pues los costes para todos serían inasumibles.
Sin embargo, pasó lo que nadie podía ni siquiera imaginar. La desconfianza creciente entre los países rompió todos los puentes de cooperación internacional. Del comercio abierto pasamos a restricciones arancelarias, a controles y contingentes crecientes, del orden financiero internacional pasamos a ningún patrón identificable para poner orden.
Ese escenario de desconfianza y creciente rivalidad internacional acabó concretándose en la Primera Guerra Mundial (1914), la crisis del 29 y la Segunda Guerra Mundial (1945). Tres decenios de “desglobalización”.
“Seguimos pensando, como lo hacían las personas razonables entre los años 1910 y 1914, que no puede llegar la sangre al río, pero llegó y mucha”
Cada país buscó sus propias soluciones, se declararon constantes guerras comerciales entre países, subieron los aranceles, devaluaciones competitivas, se fomentaron bloques regionales comerciales frente a terceros, desaparecieron las medidas de cooperación prácticamente en todos los campos, cada país debía defender su limitado mercado interior y su empleo del ataque de la competencia externa. Todo este proceso se denomina políticas de empobrecimiento del vecino. Solo importa el interés de nuestro país, el resto son rivales que tratan de empobrecernos, el interés mundial colectivo no existe.
Echando la vista atrás a ese proceso de desglobalización, solo podemos contemplar dos guerras mundiales, una crisis económica sin precedentes, países devastados, millones de muertos, nacionalismos económicos exacerbados, dictaduras, gobiernos militarizados, rechazo a lo externo, caída inevitable de la economía y del comercio hasta mínimos de subsistencia.
Los costes fueron tan elevados que incluso antes de la finalización de la segunda guerra mundial los países intentaron evitar a toda costa que el escenario vivido pudiera repetirse y acordaron un marco de convivencia y económico que, con las oportunas adaptaciones, ha sobrevivido hasta el presente (Naciones Unidas, Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, GATT, Plan Marshall de reconstrucción, etc.). Da la sensación de que todo el marco de convivencia está en cuestión, sea en el mundo, en la UE o a nivel de país.
Es curioso. No ha pasado tanto tiempo de todo lo que sucedió. Existen multitud de libros que lo explican con todo lujo de detalles. ¿Estamos lejos de ese horizonte? Sí, pero no tanto. Seguimos pensando, como lo hacían las personas razonables entre 1910 y 1914 que no puede llegar la sangre al río. Pero llegó y mucha.
Las bases ideológicas de la extrema derecha ya se están consolidando como sucedió en el período anterior: el principio de nosotros primero, el egoísmo absoluto en el marco de convivencia (primero mi país, mi región, mi ciudad, a cualquier coste), la ruptura con los convenios internacionales sea el que sea (romper todos los lazos que propicien la convivencia), las medidas proteccionistas (per se o como chantaje), el rechazo a todo lo que venga del exterior (personas y bienes), las mentiras para defender lo que queremos, las tremendas desigualdades, la concentración del poder y la riqueza en pocas manos, entre otras muchas cosas, no auguran un futuro amable y sin sobresaltos.
¿Qué podemos hacer? Poco. En nuestro caso solo nos queda fortalecer Europa y, sobre todo, los principios en los que se sustenta, como defensa ante lo que parece desplegarse por el mundo. Es clave.