La pérdida de competitividad de las economías europeas es una cuestión que suscita amplia preocupación en el continente, particularmente en la parte occidental del mismo. Mientras el foco de atención ha estado habitualmente puesto en los costes laborales, recientemente son las exigencias regulatorias de la Unión Europea las que están siendo muy contestadas. Se trate de las condiciones para acceder e invertir los fondos Next Generation UE, o de los requisitos establecidos para las más diversas actividades productivas al objeto de luchar contra el cambio climático, parece indiscutible que las exigencias europeas en materia regulatoria son muy superiores a las de ningún otro espacio económico.
No obstante, también el coste de la energía ha sido un sensible obstáculo para el mantenimiento de esa competitividad. Como revela el gráfico, a raíz de la invasión rusa de Ucrania, el precio del gas natural sufrido por los productores europeos llegó a decuplicar el de Estados Unidos, multiplicando también el experimentado en Japón, superior en épocas de normalidad, al tratarse esencialmente de gas natural licuado (GNL). Es cierto que el daño a la actividad productiva no ha sido mayor por las ayudas públicas recibidas en toda Europa, desde la asunción de la totalidad del coste durante varios meses en Alemania al fuerte descuento generado por la “excepción ibérica”. Un invierno particularmente suave en el tránsito 2022-2023 también evitó un impacto mayor.
No menos relevante fue la capacidad de Europa para encontrar (ignorando, por cierto, cualquier preocupación medioambiental) sustitutos al gas natural ruso importado por gaseoducto, principal fuente de suministro antes de la invasión. El aumento de las compras de GNL a Estados Unidos ha sido crucial en ese proceso de sustitución. Por ello, cuando por fin el coste del gas vuelve a ser similar al soportado por Japón y “solo” algo más del doble que en Estados Unidos, la decisión de la Administración Biden de “pausar” los permisos de exportación de ese GNL puede volver a presionar al alza sobre el coste del gas natural en Europa. De momento, un segundo invierno de frío muy moderado (salvo dos o tres semanas en las que se ha vivido en el extremo opuesto) ayuda a que los mercados anticipen estabilidad a corto plazo en tales precios.
Con todo, la factura energética seguirá dañando la competitividad relativa de las economías europeas mientras la UE carezca de una estrategia compartida y consistente en la materia. Europa quiere librarse de los hidrocarburos por contaminantes; rechaza la energía nuclear (con excepciones, como la francesa) por peligrosa; duda de la “energía verde”, primero por cara, ahora por atentar contra el medio y el paisaje rurales, siempre por ser irregular en su suministro; y, bueno, tampoco somos muy de ahorrar, que, al fin y al cabo, somos países ricos (¿a que el lector conoce edificios y medios de transporte en los que es casi necesario estar en manga corta en invierno y abrigado en verano?). Con todo ello a la vez, seguiremos con la energía más cara del mundo.