Menú
Suscripción

Inflación, nivel de precios y debacles electorales

  • Última actualización
    13 diciembre 2024 05:20

En las últimas semanas, en especial tras la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses, se ha convertido en habitual ligar los pésimos resultados en las urnas (nacionales o regionales) de numerosos gobiernos occidentales con la inflación excesiva vivida por esas economías en tiempos recientes.

Desde luego, existen factores en todos los casos más allá de lo económico para explicar esos resultados, incluyendo, en el caso estadounidense, cuestiones socioculturales, de seguridad interior y exterior o de fortalezas y debilidades de los propios candidatos. Pero ya mostramos en estas mismas páginas que Joe Biden cerraría su legislatura con la mayor inflación media de las pasadas cuatro décadas en Estados Unidos, y que esa sería la variable económica crucial en las elecciones. Los ciudadanos perciben mucho más, al menos cuando el desempleo es muy reducido, la evolución de su poder adquisitivo que la del crecimiento económico u otras variables macroeconómicas relevantes.

Algunos analistas apuntan a una doble injusticia en esa penalización. Primero, las tasas de inflación están ya muy cerca del venerado objetivo del 2% anual. Segundo, ¿no son los Bancos Centrales, independientes de los Gobiernos, los responsables de evitar las escaladas de precios? Respecto a este último argumento, el lector habitual de estas páginas conoce cuánto hemos criticado a los Bancos Centrales por su retraso en responder, ya en 2021, a la aceleración de la inflación. Pero también es cierto, por ejemplo, que las políticas de la Administración Biden intensificaron esas presiones inflacionistas.

Respecto al primer punto, es importante entender que, aunque las tasas de inflación retornen al objetivo, para los ciudadanos lo más importante es la trayectoria acumulada de los precios. En el gráfico superior se muestra (línea negra), cuánto habrían crecido éstos hasta finales de 2024 si la inflación, cada año desde 2021, hubiera sido del 2%. Véase cómo, para todos los países seleccionados (salvo Japón), el nivel de precios está entre 10 y 15 puntos por encima de esa referencia. Cierto es, en algunos casos, que los salarios han crecido lo suficiente como para compensar ese aumento excesivo de precios, pero no para todos los países ni para todos los ciudadanos. Si plasmásemos ese mismo gráfico con los precios de los alimentos, los más percibidos por los consumidores, la diferencia sería todavía mayor.

Así que, para explicar el castigo electoral, mejor observar el nivel de precios que la inflación. Y quizás también, como creen (creemos) algunos analistas, convendría revisar si el objetivo de los Bancos Centrales debería definirse en términos de la evolución del nivel de precios, y no de la tasa de inflación anual.

¿Quién pagará una escalada arancelaria de Estados Unidos?

Sumándose a la escalada (global, con la mayoría de Gobiernos, desarrollados o no, uniéndose a la misma) de medidas proteccionistas de tipo no arancelario iniciada ya desde la Gran Recesión de 2008, el regreso de Donald Trump anuncia el recrudecimiento de la fórmula más tradicional de protección económica frente al exterior, que ya puso en juego durante su primer mandato: los aranceles.

Algunos de los debates sobre el impacto de un fuerte y generalizado incremento de los aranceles resultan de respuesta tan obvia que parece superfluo comentarlos. Por ejemplo, Estados Unidos no eliminará, por más intensos y extensos que sean sus aranceles, su déficit comercial y por cuenta corriente con el exterior. Ese saldo adverso es equivalente a su déficit de ahorro sobre la inversión. Y todo el resto de las políticas anunciadas por Trump van encaminadas a agudizar la paupérrima tasa de ahorro del país, especialmente por el aumento de los déficit presupuestarios que implicarán. Otro ejemplo: intentar reemplazar mediante los ingresos por aranceles la eliminación de impuestos como el de la renta no redundaría más que en un aumento colosal de ese agujero en las cuentas públicas (nótese el limitado peso de las importaciones sobre la actividad total en Estados Unidos).

De la misma forma, resulta obvio que Estados Unidos, incluso aunque intensificara al máximo su presión para obligar a quien desee vender en el país a fabricar en el mismo, carece de los recursos humanos para producir lo que actualmente importa (no digamos si Trump realmente materializa la expulsión de millones de inmigrantes). Mucho menos aún sería capaz de sustituir las compras al exterior por producción interna sin incrementar los precios, dado que los costes en Estados Unidos serían sustancialmente superiores. Expresado de otra forma, si aranceles diferenciales reducen las importaciones desde un origen (China), éstas aumentarán desde otros (Vietnam, México, Taiwán), que es lo que ya ha ocurrido desde la anterior Administración Trump (incluido el período Biden, que apenas ha sido menos proteccionista, y más en el lenguaje que en las medidas). El déficit comercial agregado del país ni se ha inmutado, aunque se haya reducido el déficit con China.

¿Y si los aranceles se incrementan por igual para todos? No habría desviación de comercio de unos a otros socios, pero, teniendo en cuenta lo relatado en el anterior párrafo, las compras en el exterior seguirían, solo que más caras. ¿Quién pagaría ese incremento? Una parte, nada desdeñable, recaerá sobre los consumidores estadounidenses, que sufrirán un aumento de los precios de los bienes importados. También por las empresas que emplearan inputs adquiridos en el exterior y no pudieran sustituirlos. Otra fracción será absorbida por productores y exportadores foráneos e importadores estadounidenses, que, muy posiblemente, sacrificarán parte de sus márgenes para limitar el aumento de los precios al consumidor. Ciertamente, un dólar más fuerte, derivado de la respuesta de la Reserva Federal impacto sobre la inflación de los aranceles y de las masivas reducciones de impuestos prometidas por Trump, compensará, desde la perspectiva de los vendedores, la imposición de aranceles más elevados (un aumento del 10% del arancel, absorbido por el exportador, quedaría contrarrestado en sus ingresos en moneda nacional por una apreciación del dólar del 10%). Pero, claro está, un dólar más fuerte, sumado a las represalias comerciales del resto de países, penalizaría las exportaciones estadounidenses y acentuaría el déficit que tanto obsesiona a Trump.

En realidad, sería preferible, para Estados Unidos y para el resto del mundo que, en aras de reducir los comportamientos incompatibles con el libre comercio de otras economías, se cumpla lo señalado antes de llegar al cargo por el que será nuevo Secretario del Tesoro, Scott Bessent: “El arma de los aranceles estará siempre cargada, y sobre la mesa, pero raramente será disparada”.

Un llamativo cambio de roles...

Dentro de las medidas que se anuncian casi a diario en la cada vez más densa imbricación de políticas industriales, tecnológicas y comerciales de las grandes economías, casi todas con marcado aroma proteccionista, los pasados días nos han traído una curiosa reversión de la relación entre China y la Unión Europea en materia tecnológica. Mientras es ya una tradición establecida que el coloso asiático exija de las compañías multinacionales la transferencia de su propiedad intelectual a cambio del acceso a su extenso mercado, serán a partir de ahora las compañías chinas en el ámbito de las tecnologías “verdes” las que deban ceder esa propiedad intelectual a empresas europeas, aunque, en este caso, esta circunstancia estará ligada a que aspiren a solicitar subsidios europeos, inicialmente para la fabricación de baterías en el Viejo Continente. Aunque, ciertamente, la decisión de la Comisión tiene un alcance incomparablemente menor que la estrategia china de largo plazo en este ámbito, no deja suponer una nítida señal, primero, de la búsqueda de fórmulas defensivas frente a China por parte de las autoridades europeas, y, segundo, del triste retraso de Europa (pese a su proclamado deseo de liderazgo) respecto a China en la “transición verde”, en especial en los ámbitos de las baterías y los vehículos eléctricos.

...que no resulta, sin embargo, sorprendente

Mientras tanto, la gran esperanza europea en materia de fabricación de baterías, la compañía sueca Norhtvolt, ha iniciado el procedimiento para declararse en bancarrota y obtener la protección frente a sus acreedores. Y nos referimos a una empresa que llegó a captar más de 15 millardos de euros en financiación y más de 50 millardos en pedidos de compañías como Volkswagen, BMW, o Porsche. Primero, no fue capaz de acelerar su producción para aprovechar ese interés en sus baterías. Después, las dudas de los grandes fabricantes europeos sobre la evolución de sus ventas de vehículos eléctricos, por una demanda vacilante y por la formidable competencia de las compañías chinas, han reducido sustancialmente sus oportunidades de negocio. Si los propios grupos automovilísticos (con la misma Volkswagen a la cabeza) exhiben una crisis que revela los problemas de la industria tradicional europea, las noticias sobre el posicionamiento de la UE en las “industrias verdes” (y otras tecnologías de vanguardia), de la que las relativas a Norhvolt son solo un ejemplo, también son, en general, desfavorables. El tiempo para reaccionar de las autoridades comunitarias y de los 27 Gobiernos nacionales de la UE es cada vez más escaso.

Señales inequívocas

Observar que la financiación de la deuda pública francesa es más costosa que la griega resulta un hecho hasta hace poco impensable. Constatar que la deuda pública china es más barata que la japonesa resulta algo casi más insólito todavía. Aunque es cierto que hacemos referencia a plazos y emisiones específicas, los mercados financieros están hablando alto y claro de su rechazo al caos político y presupuestario en Francia. También de su desconcierto ante los vaivenes del nuevo primer ministro japonés, Shigeru Ishiba, a la par que de su convicción de que, con una inflación que por fin ha llegado, aunque sea moderadamente, para quedarse, el Banco Central de Japón seguirá subiendo los tipos de interés. Y, desde luego, muestra sus dudas sobre la capacidad de las autoridades chinas para restaurar el crecimiento, e inducir a que el ahorro del país se aleje de la deuda pública (que es lo que está reduciendo el tipo de interés de la misma) hacia opciones más productivas. Si hubiera que apostar porque uno de los países mencionados cambiará su trayectoria favorablemente, el autor de estas líneas lo haría antes por China que por Francia o Japón. Aunque, al menos de momento la combinación de medidas monetarias y fiscales del Gobierno chino es insuficiente y sigue obviando la necesidad de elevar el consumo privado como la fórmula que realmente dará vigor al crecimiento económico del país.