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La deuda pública sigue en escalada libre, ¿hasta cuándo?

  • Última actualización
    08 noviembre 2024 05:20

100 es un bonito y redondo número, propenso a captar la atención, y el Fondo Monetario Internacional (FMI) lo ha aprovechado para reiterar un mensaje que viene repitiendo desde hace algún tiempo, el del descontrol en la trayectoria de la deuda pública global. En estos momentos ha alcanzado ya los 100 billones de dólares y, de no corregirse la tendencia, alcanzará el 100% del PIB mundial al final de esta década. Una cifra sin precedentes históricos en tiempos de paz (aunque este término, por desgracia, es relativo). El gráfico superior permite descubrir algún otro aspecto de interés al respecto,

Primero, previsiblemente la deuda se dispara en períodos de recesión (crisis financiera, pandemia), pero apenas se corrige en las fases expansivas, denotando una falta de preocupación generalizada al respecto. Segundo, siendo muy severo el problema en los países desarrollados, en los que la deuda ya supera el 100% del PIB agregado, el riesgo es aún mayor para las economías emergentes y en desarrollo, en las que el nivel de deuda sobre el producto ha crecido en más de dos tercios entre 2007 y 2024. Con costes de financiación sustancialmente mayores que en Occidente (cuando esa financiación existe), no es de extrañar que el número de países con dificultades para afrontar el pago de intereses sea creciente. Tercero, el ejemplo de las dos mayores economías es particularmente negativo: en Estados Unidos la deuda pública apenas se ha reducido tras la pandemia, y las perspectivas, sea cual sea el próximo Gobierno no son nada halagüeñas (más al respecto en nuestra Pregunta del mes). En China, el incremento ha sido dramático (el mayor entre las grandes economías) en la pasada década y media, se concentra en lo Gobiernos estatales y locales y explica la prudencia del Gobierno central al emprender políticas fiscales expansivas que, por otra parte, se precisan para sacar al país de un bajo (para sus estándares) nivel de crecimiento. Quinto, hay excepciones a esa trayectoria global, siendo la alemana, desde luego, la más destacada.

Nótese que estas alarmantes cifras coinciden en el tiempo con varios procesos que van a estresar las cuentas públicas en el corto y medio plazo: envejecimiento demográfico, lucha contra el cambio climático, retos de seguridad, la carrera de las nuevas tecnologías... No es el mejor punto de partida. Y, sin embargo, al menos en Occidente, no parece haber conciencia de la necesidad de abordar la corrección del continuo desequilibrio fiscal. Posiblemente, se espera que, de nuevo, los Bancos Centrales acudan al rescate si otro tipo de financiación más ortodoxa no es factible. Pero, a estas alturas, ya debería estar claro que la expansión cuantitativa de la década previa a la pandemia, sin negar su necesidad, ha tenido severos efectos negativos. El problema es aún más serio de lo que sugieren los 100 billones y el 100% del PIB.

¿Habría tanta diferencia en la política económica real de Trump y Harris?

Cuando el lector contemple estas líneas ya conocerá quién es el Presidente de Estados Unidos para el período 2025-2028. Aún así, reflexionemos sobre hasta qué punto diferirán las medidas económicas implementadas por K. Harris o D. Trump y, por tanto, sus consecuencias sobre Estados Unidos y, necesariamente, sobre el resto del mundo. Para mantenernos dentro del límite de esta sección, centraremos nuestra mirada en algunos aspectos críticos de la dimensión económica.

Primero, cabe esperar una continuación de la política de “America First” gane quien gane las elecciones. Trump recurrirá, además de a su lenguaje soez, a aranceles masivos y política industrial horizontal (menos impuestos). Harris, si continua con la línea de Biden, se centrará más en las medidas no arancelarias y en una política industrial más orientada a sectores específicos. Ambos seguirán imponiendo restricciones a exportaciones críticas a rivales estratégicos (China), intentando atraer a Europa y Japón en la misma dirección, y seguirán empleando el dólar como elemento de sanción a países hostiles.

La continuidad de los preocupantes desequilibrios fiscales estaba casi garantizada con ambos presidentes. Ni las fuertes inversiones y subsidios de los Demócratas ni los recortes impositivos Republicanos impulsarían lo suficiente el crecimiento como para compensar su impacto directo. El volumen del gasto no discrecional y del pago de intereses de la deuda es excesivo como para conseguirlo. Dicho esto, una Administración Trump deteriorará más la situación fiscal del país que una de Harris, según detalla la Oficina Presupuestaria del Congreso.

Comencemos con las grandes diferencias. Por un lado, la estrategia energética. La apuesta de Trump por los hidrocarburos, al margen de su impacto negativo en la lucha contra el cambio climático, es más reduccionista y puede apartar del liderazgo a Estados Unidos en el uso de energías alternativas. Dicho esto, el propio mercado puede entender como poco sostenible esa vuelta atrás y, como bien demuestra, por ejemplo, un Estado tan petrolero como Texas, seguir aprovechando los incentivos fiscales de la era Biden (que no es probable que se eliminen) para continuar con la transición energética.

Por otro lado, la anunciada desregulación generalizada y reducción de agencias gubernamentales de Trump puede permitir acelerar la implantación de nuevas tecnologías (IA) y reducir obstáculos burocráticos, pero resultaría potencialmente muy peligrosa en los ámbitos medioambiental y financiero, este último un sector en el que la misma estrategia desreguladora condujo a una crisis de enorme magnitud hace solo década y media.

Adicionalmente, e incluso con consecuencias más perniciosas, alguna de las obsesiones de Donald Trump, como el equilibrio del saldo exterior (que, recordaremos una vez más, es imposible, haga lo que haga, mientras Estados Unidos gaste más de lo que produce o invierta más de lo que ahorra), que requiere un dólar débil, y los tipos de interés bajos, para fomentar la inversión, anticipan una posible interferencia en la Reserva Federal, con pérdida de credibilidad de la misma, presiones inflacionistas y dudas sobre la solidez del dólar, eje del actual Sistema Monetario Internacional.

Esta última sería la mayor diferencia entre ambas Administraciones, y de consecuencias severas a escala global. Para Estados Unidos, si se hiciera realidad la intención de Trump de expulsar a 11 millones de inmigrantes, el impacto sería también demoledor, pero esa, uno quiere creer, es una promesa retórica.

¿De nuevo el “enfermo de Europa”?

Dos décadas después de recibir tal calificativo, la economía alemana vuelve a apuntar problemas que la hacen acreedora del mismo, ¿o no tanto? Tanto la previsión de dos años consecutivos de retroceso del PIB como la inédita decisión de Volkswagen de cerrar hasta tres plantas en el país han puesto negro sobre blanco esos problemas económicos. Quizás podríamos sintetizar el origen de los mismos en un exceso de confianza: en Rusia para el suministro energético, en China como mercado y en la excelencia de su parque de medianas empresas en la producción de la alta tecnología de la anterior generación. El proveedor se ha convertido en enemigo, su mercado preferencial ha evolucionado hasta convertirse en un devastador competidor y su excelencia pasada ha hecho perder al país el tren de todos los campos de la más reciente (y de futura) oleada tecnológica. Ahora bien, con una saneada posición fiscal que ya quisieran la mayor parte de grandes economías y tasas de ahorro privado y exterior que pecan más bien de excesivas, Alemania dispone de recursos sobrados para embarcarse en los procesos de inversión e innovación sectorial que requiere el futuro de su economía. Eso sí, cuando a la caótica coalición gubernamental se suma algo tan poco tangible como la falta de confianza y un cierto derrotismo, pudiera producirse justo lo contrario a esa utilización de los recursos acumulados, un contraproducente aumento de los niveles de ahorro.

El Banco Central Europeo parece no tener prisa

El BCE parece tener prisa. Con la economía alemana en recesión y la francesa intentando encontrar la forma de no depender solamente para crecer de un déficit público inmanejable, con una inflación en la Eurozona que parece evolucionar mejor de lo previsto y los mercados de materias primas ignorando de momento el deterioro de la situación geopolítica global, el BCE se encuentra en un escenario propicio para seguir reduciendo los tipos de referencia en cada reunión. Aunque los precios de los servicios siguen creciendo ampliamente por encima del 2%, es bastante factible que inauguremos la primavera con el tipo de la facilidad de depósito en el 2,5% o incluso el 2,25% (con el tipo de referencia 15 puntos básicos por encima). Desde ese punto, que podríamos considerar el estado de neutralidad monetaria, reducciones adicionales deberían ser meditadas: factores como la transición verde, el incremento del proteccionismo o el escenario internacional apuntan, como poco, a moderados riesgos inflacionistas. Además, volver a cimentar otro ciclo de crecimiento mediocre en un exceso de laxitud monetaria, sin avanzar en los cambios estructurales que de verdad se precisan (Informe Draghi), es lo último que necesita la Eurozona.

Lo público mueve el oro

No sorprende a priori que el oro, clásico activo refugio (tema distinto es la racionalidad de tal condición, pero las expectativas tienden a auto cumplirse, qué duda cabe), vea elevarse su demanda y, en consonancia, su precio, en un período de incertidumbre política (en especial en Estados Unidos), elevadas tensiones internacionales y de encrucijada para los Bancos Centrales (dilema que es distinto en los países desarrollados y en el resto del mundo, además). Pero, en realidad, para justificar un máximo histórico en el precio del preciado metal ha confluido otro fenómeno de potenciales consecuencias estructurales: la adquisición masiva de oro por parte de grandes Bancos Centrales del mundo emergente (Rusia, China, Turquía...). No se trata solo de un proceso de diversificación en las reservas (en marcha desde hace años), sino de avanzar en un cierto “desacoplamiento” respecto al dólar, en la medida en que éste es la base de la cada vez mayor frecuencia con la que Estados Unidos aplica sanciones económicas, con mayor o menor acuerdo de sus aliados. Un avance en el desarrollo de un sistema de pagos transfronterizo alternativo al SWIFT, controlado por Occidente, todavía precario pero que, por ejemplo, sigue permitiendo a Rusia operar con un buen número de países, será, probablemente, el siguiente paso en ese desacoplamiento. Cuestión distinta es cómo se articulará esa alternativa, y cuanto atractivo supone depender de China, que sin duda sería el eje de la misma, respecto a hacerlo de Estados Unidos.