Menú
Suscripción

No hay justicia divina para la carretera

La “justicia divina” es, en la actualidad, esa superstición tan febril como irracional según la cual los desastres que nos acontecen en función de las más puras leyes terrenales serán compensados, antes o después, por la mágica fe en un poder supraterrenal que, de forma irrefrenable, hará llover del cielo la devolución de aquello que verdaderamente nos corresponde o, como mínimo, la reparación por vías compensatorias del dolor y daño que nos han causado.

  • Última actualización
    29 diciembre 2020 20:42

Este pestiño academicista con el que abro esta última columna del año no supone otra cosa más, por ejemplo, que tengamos a aficionados de fútbol lloriqueando por las esquinas convencidos de que algún día los astros se confabularán para devolverles la Copa que “varias veces” les “robaron”; que histéricos de la Lotería anden visitando administraciones en tierra de inundaciones convencidos de que los millones acabaran sepultando el lodo; y que bienintencionados ciudadanos sigan abriéndose la cabeza contra los muros de todos aquellos inalcanzables mangantes y corruptos a los que la vida nos sigue debiendo el placer de meterles mano.

En esta perversa dialéctica y escogiendo como protagonista al transporte de mercancías por carretera, parece de todo punto lógico que tras semejante “annus horribilis” y después de todo lo que ha habido que tragar en este 2020, lo que la justicia divina debería haber reservado para este sector, como colofón del año y como compensación por todos los sacrificios y desvelos, era cualquier cosa menos el caos sufrido por cientos y cientos de conductores en la frontera con el Reino Unido.

Después de diez meses de pandemia; después de haber sacrificado lo propio y lo ajeno para garantizar en todo momento el suministro; después de haber sido -tras los sanitarios, el personal de seguridad y los establecimientos de primera necesidad- el subsector más expuesto a la pandemia; en definitiva, después de haber puesto, como siempre, por encima de todo el deber de entregar la mercancía cuanto antes sea y como sea y luego ya veremos cómo lo podemos hacer rentable, lo que les esperaba a los esforzados héroes del volante no era ni el Gordo de la Lotería, ni la salida de la crisis, ni el reconocimiento social a través de los representantes públicos, sino una pesadilla en forma de secuestro en plena vía urbana, sin comida, sin higiene y con el COVID por las esquinas.

Fieles al fatalismo supersticioso, podríamos cruzarnos de brazos y decir: “¡Mala suerte, señores camioneros! Qué injusta es la vida con ustedes. En fin, no ha habido de momento justicia divina, pero no se preocupen y tengan fe, ustedes se merecen mucho más. ¡No pierdan la fe!”

Ahora bien, qué quieren que les diga, esto no son más que mandangas. De acuerdo que un virus puede ser obra del fatalismo que acompaña al devenir humano, lo mismo que una inundación o un terremoto, pero lo de la frontera en Reino Unido no ha sido un desastre natural, sino un despropósito gubernamental con culpables tanto en los que desencadenaron el caos como en quienes han mirado para otro lado obviando socorrer a los damnificados.

Por tanto, bajemos de la nube, pongamos los pies en la carretera, nunca mejor dicho, y apuntemos contra los incapaces que prolongaron el acuerdo del Brexit hasta el último minuto favoreciendo la desesperada acumulación de envíos por carretera; contra Francia y los silentes palmeros comunitarios que usaron el COVID como excusa para cerrar las fronteras y emplear a los camioneros como meros peones que inmolar para forzar a Reino Unido a firmar; y contra España y su ministro de Transportes, que ya desatado el desastre fue incapaz no ya de buscar una solución política, sino de al menos tener un gesto público de preocupación y desvelo hacia los camioneros. Ni imaginan lo que esto les duele.