Para este año ya no procede desear feliz Nochebuena, ni feliz Navidad. Lo que tuvo que ser fue, el día 24 o el 25. Hoy solo queda celebrar o demandar lo que cada cual puso de su parte para que esas horas fueran felices, o el infierno de Dante. Solo podemos analizar si antes de comenzar a cenar se hizo el adecuado ejercicio de reflexión y calma para no mandar a la mierda al cuñado, o si nos llevamos a los desbocados críos en el momento en el que ya no los soportaba nadie. Ya no podemos hacer nada por mejorar, para nosotros y para los demás, ni la Nochebuena ni el día de Navidad de 2024. Para 2025 queda, otra vez, elegir entre la comodidad o el compromiso. La comodidad de desear feliz año nuevo a todo bicho viviente, tan ricamente, o comprometerse y reflexionar real y profundamente sobre lo que podemos hacer para que ese entorno nuestro sea más feliz o menos desgraciado.
El año que concluye hemos tenido intensos ejemplos de la diferencia entre predicar y dar trigo. Hemos vivido, como nunca en nuestra historia reciente, las consecuencias entre hacer o no hacer nada por los demás, ni siquiera lo que es nuestra obligación.
Si se prohíbe cierto material para las fachadas de los edificios, por inflamable, pero no se retira de donde está puesto, pues igual un día el material inflamable va y... se inflama. Y muere gente inocente.
Si ni siquiera nos atrevemos a nombrar el acceso norte, ¿qué derecho vamos a tener a quejarnos de congestiones o de pérdidas de millones anuales en esperas o atascos?
Si ni antes, ni durante, ni después hacemos lo que tenemos que hacer para minimizar los daños de las lluvias torrenciales, ocurre que mueren cientos de personas.
Si no hacemos lo que es nuestro deber como hermanos, compañeros o máximos responsables, ¿qué derecho tenemos a desear lo mejor a diestro y siniestro?
Es exigible que cada cual haga lo que debe hacer. Es deseable que hagamos algo más que lo que nos corresponde. A partir de ahí tendremos derecho a desear, de pedir a Dios, cada uno al suyo, para que las cosas vayan mejor.
Dejando las cosas grandes a un lado, y volviendo a los mundanales muelles, podemos pedir que cada puerto funcione mejor, con más agilidad, sin congestión, sin colas. Podemos rogarlo a los cielos, que estarán, con razón, fuera de cobertura. Si no unimos todas las voces para pedir espacio, puertos secos, conexiones adecuadas, accesos suficientes, si no juntamos todas las mentes para idear proyectos concretos, con plazos concretos, y si no juntamos todas las fuerzas para que esas imprescindibles mejoras se lleven a cabo, no tendremos derecho a ruego ni a queja.
Si, por ejemplo, ni siquiera nos atrevemos a nombrar el acceso norte, ¿qué derecho vamos a tener a quejarnos de congestiones o de pérdidas de millones anuales en esperas o atascos? Si lo poco que nos corresponde, como sector, como asociación, como logísticos, lo dejamos en manos de la providencia, debemos entender que esa voluntad divina nos mande a hacer puñetas.
Ha sido un año nefasto, en lo importante, en lo realmente valioso: la verdad y la vida. El peor año que yo recuerde. Pronto llegará 2025, pero que no se equivoque nadie, por muchos anuncios de colonia que lo prediquen con voz gangosa, el año nuevo no va a hacernos más altos ni más guapos, ni más ricos porque sí. No va a hacernos más felices ni a nosotros ni a los demás, por el mero hecho de desearlo en cada saludo.
Empecemos por hacer cada cual lo que le corresponde. Y a partir de ahí, tendremos derecho a pedir más, a quien corresponda.
Feliz año nuevo.