Es la logística el sector que las tiene más grandes. Las cifras, las estadísticas, digo. Por eso a veces nos cegamos con la transcendencia de lo que hacemos. Hasta confundirnos. La grandeza verdadera está en el corazón de las personas, no en su cartera.
Dentro de la grandeza cierta del sector, hay empresas y directivos que están en la cúspide de la cadena alimenticia. De ellos tengo el inmenso placer de conocer de cerca a algunos, para mí los más sabios, que mantienen su cable a tierra y se rodean de gente a la que le piden una única condición: que no les mientan. Y les va tan ricamente. Otros, grupos empresariales o grandes directivos, alimentan su falsa inmensidad de la única forma que se puede alimentar eso: a base de mentiras. Al poderoso todo el mundo le miente. Unos luchan contra ello y otros siguen exigiendo esas mentiras, como caldo de cultivo imprescindible para alimentar su confusión.
No señores, no va a pasar nada porque desconecten unos días y se rasquen la barriga mientras dicen cuatro tacos en la barra del bar o del chiringuito. Cuando les suene el móvil no griten para contestar, ni pongan ese tono ridículo que intenta transmitir lo importante que es uno (y tú no). Vergüenza tendría que darnos coger el móvil en vacaciones para otra cosa que no sea quedar con nuestra gente en el bar de la derecha o el de la izquierda. Si les llama un cliente, un carpeta distinguida o un jefecito, escóndanse en un rincón y bajen la voz. No nos interesa tu tema ni nos atrae nada que nos recuerde los nuestros. La pelea de estos días de agosto ha de ser por ver quién paga en el bar o por ver quién dice la tontería más grande en el corro de amigotes. Y hablar sin sentido. Y sentir sin medida. Y medir el tiempo, para darnos cuenta de lo deprisa que pasa, cuando somos auténticos.
Siempre me ha dado por observar este sector desde el lado humano. Ahora se cumplen 33 años observándolo. Cada día. No les niego que lo flipo bastante. Qué solemnidad para todo, qué grandeza, qué genio (malo), qué forma de tener presente, en cada palabra, en cada mirada, cuánto me puedes dar y cuánto me puedes quitar. Y el pánico siempre en el ambiente. El miedo atroz a verse bajados del caballo. Verse sin el poder que dan las empresas que van bien. Pánico a lo desconocido. En el peor de los casos (no les voy a cobrar nada por esto), no pasa nada por quedarse sin un duro. Se sobrevive. Incluso se puede vivir. Se lo digo por experiencia propia. Con lo que no se puede vivir eternamente es con la sensación de que somos dioses, porque en cuanto te dejen de adorar te puede dar un bajón infinito.
Está todo bien. Disfrutemos de unos días de desconexión. De, por favor, no pensar. Estaré en la barra del bar de mi pueblo, con unos panchitos y un botellín helado reservado para mis, de verdad, muy queridos dioses logísticos.