Hay una frase que se me quedó grabada a fuego en una de aquellas clases de la asignatura de Historia del Pensamiento Político en 1º de Periodismo, y que me viene siempre a la cabeza cuando trato de encontrar una explicación medianamente coherente, mínimamente lógica, al proceder de tantos administradores de la res pública cuando de decidir el destino del dinero de todos se trata. La frase es aquella que dice que “la política es el arte de hacer posible lo necesario”.
Hay que reconocer que la frase, atribuida a Aristóteles, la he escuchado también en la barra de un bar, aunque no encuentro una definición para la política mejor que ésta. La clave está en identificar qué es aquello necesario que el arte de la política debe hacer posible. Ahí está el gran quilombo. Decidir si es necesario subir el Salario Mínimo Interprofesional o no; afrontar una reforma fiscal o no; topar el alquiler de la vivienda o no; imponer peajes en las autovías o no... Ahí es donde los políticos, los “artistas”, por aquello de que la política es un arte en el concepto aristotélico, deben acertar con las mejores propuestas y decisiones.
De lo contrario, la vida estaría regida por flemáticos tecnócratas, aunque no descarto que, algún día, la Inteligencia Artificial acabe dando un golpe de estado y nos conduzca a un “mundo feliz”, a un estado de comodidad pragmática, como describía Huxley en su novela, en el que el control del Estado y la deshumanización de la tecnología se den la mano. El caso es que, a pesar de que lo que se dice por ahí, resulta que los políticos también saben hacer sus deberes, que en gran medida consisten en repartir el dinero público. Y resulta también que en ese reparto, muy a menudo sí se tienen en cuenta las necesidades reales de las empresas y ciudadanos. Y es cierto también que, con frecuencia, se consignan en los Presupuestos importantes cantidades que acaban en el limbo, sin gastar, desatendiendo así los fines a los que estaban destinados.