Claro que, lo innovador, en todo caso, no fue llenar de “pintadas” las paredes de una nave, toda vez que esa es la degeneración lógica, además de la tentación natural, para algo gris, vulgar y anodino como puede ser para la gente de a pie una plataforma logística.
Lo realmente innovador era “pintar” esas paredes, que no es lo mismo, convirtiendo los muros en arte de la mano de un Okuda que, eso sí, arrancó en este sector con una de sus obras más conceptuales y menos coloristas, más profundas y menos “happy flower”, más impactantes y menos tamizadas por ese arcoiris marca de la casa que es como la puerta viral hacia posteriores territorios más profundos y radicales.
Aquel proyecto, con Charles Chaplin, Ghandi y Salvador Dalí en plena fase evolutiva del blanco y negro al color con fases de calaveras -inspirado en el movimiento "Movember"-, demostró que donde hay vida debe haber arte porque no hay nada más vital que la logística, reivindicada en estos tiempos de pandemia como las venas, arterias y capilares que hacen que el cuerpo social y económico viva y se mueva.
Ha vuelto estos días Okuda al sector logístico de nuevo haciendo patria como cántabro.
Como saben, el viernes se inauguró su proyecto sobre el Faro de Ajo, gracias al cual, permítanme la obviedad, el faro ya no sólo se ve a distancia por la noche, sino también por el día.
La polémica, por cierto, ha sido muy intensa a nivel regional ante todo porque, más allá de populismos y teorías de la conspiración, el faro ha dejado de parecer un faro, lo cual nos lleva a la famosa sentencia de “para gustos, los colores”, difícil, por cierto, de encajar en la obra de un artista que es un pantone andante y en el que, por lo tanto, no hay nadie que no pueda encontrar su color y, por lo tanto, su gusto.
Sólo con la utilización del soporte logístico se cumple con la función de fijar los ojos en este sector
En cualquier caso, los faros, en gran parte, dejaron de ser “faros” hace mucho tiempo. Hoy tenemos los puertos y costas repletos, por un lado, de señales marítimas tan originales y funcionales como igualmente anodinas, es decir, bombillas con soporte o farolas del mar, pero farolas. Por otro lado, muchos faros ya no son más que el continente de lo que fue su contenido, reconvertidos en centros de interpretación, en hoteles o a la espera de un nuevo uso.
Nadie se ha preguntado en este proceso por qué los faros tienen que seguir siendo faros, pues lo importante es que esté garantizada la funcionalidad y el servicio a la navegación marítima. De la misma forma, nadie se ha preguntado por qué los faros tienen que seguir pareciendo faros si se cumple dicha funcionalidad.
Por lo tanto, el debate queda circunscrito al ámbito del patrimonio histórico, donde los expertos tienen la última palabra, y al ámbito de lo que debe ser el arte y para qué debe servir el arte.
A este respecto, por un lado, el arte debe ser belleza, en toda su dimensión y crudeza. Un faro desnudo de 1930, para mí, lo es, como también lo es la obra de Okuda y aún más si cabe su faceta de colorismo extremo.
Por otro lado, el arte debe servir para trasladar un mensaje, una denuncia, un grito de alerta, una llamada de atención. Al respecto de esta faceta, nada que reprochar y mucho que agradecer a Okuda y a sus mecenas, quienes ya sólo con la utilización del soporte logístico cumplen con la función de fijar los ojos en este sector, tan necesitado de reconocimiento y, sobre todo, tan sediento de luz y de color. Que nos nos falten en estos difíciles momentos que aún nos quedan por delante.