Estos últimos días hemos tenido ocasión de vivir, en vivo y casi en directo, sin salir del salón de casa, varios juicios especialmente mediáticos. Lo bueno de esta retransmisión de estos juicios es que hemos podido ver la actitud de los orondos y todopoderosos jueces en su salsa. Actualmente, cuando todo se judicializa, cuando los dirigentes políticos se hablan en los juzgados, estos señores jueces se han convertido en algo así como los valedores supremos de la verdad y la vida. Su papel de siempre ha adquirido más relieve desde que los políticos que elegimos para que dialoguen y acuerden, optan por acusar y denunciar.
Cada vez es más frecuente el uso de la denuncia. Tanto que hay asociaciones de distinta índole y pelaje que pareciera que han sido creadas para eso: para denunciar. Lo del fundamento o la verdad ha quedado en un segundo plano. Las barreras de admisión de una denuncia parece que se han reducido al mínimo o directamente se han eliminado. Y no debiera ser así si tenemos en cuenta que en la simple admisión de la denuncia va implícita una rotunda condena. En algunos casos la simple denuncia lleva consigo una pena de telediario que puede durar años, o para siempre, sin distinguir si se juzga si el acusado tiró la basura a un contenedor equivocado o si pasó a cuchillo a toda la guardería, peluches incluidos. Realmente, esa pena de telediario, que acaba para siempre con tu imagen y tu futuro, va más vinculada a lo conocido/famoso que seas que al delito que hayas llevado a cabo.
Es tan farragoso el proceso hacia la sentencia definitiva, que el mismo tránsito y espera de esa resolución judicial es ya una condena.
En el caso de las estructuras logísticas, la aceptación misma de la denuncia conlleva algo todavía peor. Además de la condena de telediario, en la que, gracias al “nivel” de nuestro periodismo se da por hecho que eres culpable solo porque te denuncien, existe la condena añadida de paralización. Cualquier perro descalzo puede jugársela a presentar una denuncia, fundamentada o no, con objetivos claros o no, y conseguir, además de su correspondiente notoriedad mediática, la paralización de las obras. Obras, en ocasiones, que tienen una repercusión milmillonaria positiva si se activan en tiempo y forma y negativa si se paralizan. Esa parálisis burocrático – judicial, puede durar una eternidad. Es tan farragoso el proceso hacia la sentencia definitiva que el mismo tránsito y espera de esa resolución judicial es ya una condena. El final del proceso, si es que se consigue llegar vivo a ese punto, tiene la particularidad de que los mensajes informando de la verificada inocencia, son mil veces menos rotundos y amplios que los vertidos dando por firme la culpabilidad. El titular a cinco columnas en portada se compensa con un breve en la penúltima página.
Estando así las cosas seguimos echando de menos eso de la responsabilidad. Está claro que el acusado asume su responsabilidad, y la ajena, en cuanto se le denuncia: sea culpable o no, sale especialmente perjudicado. Pero... ¿y el denunciante? ¿y el que acepta dar pábulo a la acusación? Ni a uno ni a otro se le pide responsabilidad suficiente ante el daño causado cuando se acaba sentenciando que la denuncia es inconsistente. El denunciante debería al menos dejar meridianamente claro quién es, quién lo financia, qué hay detrás de esas asociaciones diversas que solo se las conoce... por sus denuncias. El fiscal y el juez que acusan o aceptan acusaciones, también deberían hacerse cargo de su responsabilidad cuando, a veces tras año de arrastrar por el fango a personas o entidades, se sentencia que no hay caso. Habría menos denuncias y más justicia.