Fue ya hace años. Mi vocación periodística se debatía entre el ámbito deportivo y el deportivo; digamos que no había término medio. Si esa apuesta suponía estar trabajando durante horas, incontables, desde el jueves por la tarde hasta el domingo por la noche, pues se hacía y punto.
Íbamos cargados con un equipo de radio “portátil” y recorríamos todo tipo de campos de fútbol de las entonces llamadas Regional Preferente, Tercera División y hasta Segunda B (3ª, 2ª y 1ª RFEF, para las nuevas generaciones).
Después de tres meses de portear equipos, malcomer y hacer más horas que un youtuber preparando una maratón, era el momento de tomar el testigo del micro. El narrador “titular” tenía que atender un asunto personal a partir del descanso del siguiente partido y me animaron a calentar la banda. Iba a salir.
Además de seguir y admirar durante años a los más grandes en la materia, había ensayado mil veces frente a la tele, por lo que nada podía fallar. Cuando supe que me iban a dar el micro en aquella retransmisión del Torrent CF, entonces en una de sus etapas más gloriosas, me dediqué a memorizar al dedillo el nombre de todos los jugadores identificándolos según su posición en el campo (como hacían los que sabían). Todo estaba preparado.
Quedamos que en la primera parte yo iba a estar a pie de campo apoyando la retransmisión y en la segunda subiría a la cabina de retransmisiones para coger el testigo de la narración del partido. El primer tiempo pasó sin pena ni gloria más allá de algún comentario insulso, un par de cambios y varias intervenciones en torno a la aparición espontanea de la lluvia. Me reservo lo que pasó al filo del minuto 40, que merece un hilo aparte.
El silencio se apoderó de mí. Estaba solo, no sabía qué decir
Tras el descanso, en el que dábamos rienda suelta a la radio fórmula del momento, el narrador inició la retransmisión antes de marcharse. Me encasqueté aquellos auriculares gigantes con una antena de medio metro, ordené mis notas sobre la paleta de aquella silla de instituto y me encaramé a la ventana como nuestro querido “Suricata”.
Me dieron paso amablemente; saludé cordialmente; bromeamos unos segundos y cogí el hilo de la narración. No habían ni pasado quince segundos cuando un jugador cayó al suelo fulminado por una falta del rival. El balón estaba parado, los jugadores se refrescaban en la banda mientras atendían al entrenador, los masajistas hacían su trabajo sobre el césped... en definitiva, no pasaba nada y, por lo tanto, no había nada que contar. El silencio se apoderó de mí. Estaba solo, no sabía qué decir (que no fueran tonterías) y no había nada que contar. Como los grandes, aguanté el silencio hasta que pude retomar la conversación y pedí disculpas por los “inesperados problemas técnicos”
Fue justo entonces cuando descubrí que en una narración de este tipo la mayor parte del tiempo se pasa sin contar nada de lo que sucede y, por el contrario, se llena el espacio hablando de otras historias, opinando, bromeando... todo lo que puedan imaginar para mantener la tensión y la atención del oyente. Fíjense y me darán la razón.
Ya disculparán el exceso de protagonismo en esta columna de hoy, pero es justo lo que me vino a la cabeza el pasado martes en la jornada sobre Corredores Ferroviarios que organizó Diario del Puerto. Sinceramente, qué tiempo más bien aprovechado, qué interés despertó todo el coloquio, qué satisfacción que no hubiera sitios libres y qué gusto no detectar ni un segundo de morralla.
Sabemos lo que cuesta nuestro tiempo y lo importante que es aprovecharlo al segundo por eso, por lo menos en el ámbito profesional, valoramos más que nadie el minuto a minuto. La filosofía y la farfolla la dejamos para otros.