Solemos tener la gente mundana la concepción esperanzada de que un programa electoral es un compendio completo, fundado y priorizado de lo que sería la piedra angular de un partido político en el caso de ser situado por el electorado ante el reto de gobernar.
Ahora bien, este ideal, que incluso puede estar en las génesis de muchos hacedores de programas electorales, queda siempre pervertido hasta la extenuación por una metodología que alumbra un resultado final que nos genera desde estupefacción, hasta frustración, pasando por la extrañeza, la incredulidad o, en ocasiones, la indignación.
Y todo porque se aplican una serie de máximas antagónicas pero, como se ve, irrenunciables.
Se antoja razonable que prime la exhaustividad y el detalle. Cuanto más concreto se sea en los compromisos, cuanto más compromisos haya y cuantos más ámbitos de la gestión pública se abarquen en esos compromisos, más argumentos y más verdad se estaría ofreciendo al electorado.
Ahora bien, cuanto más exhaustivo se es, más riesgo existe de incumplimiento. Además, más riesgo hay de levantar ampollas en tu electorado pues multiplicas el posicionamiento sobre nuevos temas y la imposibilidad de estar de acuerdo en todo. Por si esto fuera poco, la exhaustividad va en contra del marketing político, porque cuanto más largo es un programa, es también más infumable y más rechazo genera ante un electorado al que generalmente se busca atraer con pocos mensajes y cada vez más directos y cortos.
Se escucha antes a un fanático que a un experto
Si llevamos estas reglas al extremo, el resultado son programas electorales vacuos, basados en principios genéricos, que no comprometen a nadie, ni siquiera a los miembros del propio partido, es decir, programas tan bellos y marquetinianos como irrelevantes y de escaso poder de enganche para captar por sí mismo el voto. ¿El mejor ejemplo? El programa del PP en estas elecciones, sintetizado en 365 medidas tan aquilatadas pero a la vez tan genéricas que, al final, en materia de logística prácticamente por no decir no se dice nada.
Es cierto que no se sienten cómodos los partidos tampoco con este tipo de programas, primero porque hay grupos de interés y de poder muy definidos a los que es necesario dar respuestas precisas para captar su voluntad y porque en el propio partido hay candidatos que responden a sus circunscripciones y que igualmente requieren concreción.
Surge aquí la lucha fratricida en el seno de los partidos por ver qué medidas de este tipo se pueden “colar” en los programas, que al final lejos de llevar propuestas completas y vertebradoras, alumbran una serie de iniciativas loables pero que se exponen, por su carácter aislado, a modo de ocurrencias. Buen ejemplo es el programa en materia de transportes del PSOE. ¿Por qué se habla de un tramo ferroviario y no de otro? Piensen siempre no en la medida, sino en quién está tras la medida. Es la clave.
Para terminar, les añado dos reglas más. La primera: en un programa electoral nunca debes prometer aquello que no sólo no te va a dar votos, sino que directamente te los va a quitar. El manual político dice que es mejor callar y no decir la verdad. Sin ir más lejos, el PSOE no dice una línea en su programa sobre los peajes en vías de alta capacidad.
Y la segunda: la ideología y su deriva pancartera y vociferante es el pan de molde que lo aguanta todo en la tostada de las promesas electorales, repletas de ignorancia pues se escucha antes a un fanático que a un experto. Así, por ejemplo, aparece Sumar y en su programa te promete para 2040 una cuota del ferrocarril del 80% (¡Dios les oiga!) o te plantea ceder competencias portuarias a las ciudades para, ojo, “garantizar” las inversiones. Tremenda empanada presupuestaria.