“El fin de la historia y el último hombre”, el ensayo que en el verano de 1989, meses antes de la caída del Muro de Berlín, puso en órbita al politólogo estadounidense Francis Fukuyama, concluía que la Historia, como lucha de ideologías, terminaría en un mundo final basado en una democracia liberal que se impondría tras el fin de la Guerra Fría. El fin de la historia era interpretado entonces como el fin de las guerras y los conflictos sangrientos.
En esencia, Fukuyama afirmaba que el motor de la historia, que identificaba como el deseo de reconocimiento, se había detenido por la disolución del bloque comunista, lo que dejaba como única opción viable una democracia liberal, tanto en lo económico como en lo político, constituyendo así el llamado pensamiento único. Las ideologías, por tanto, no serían necesarias al ser sustituidas por la economía.
Recuerdo que al año siguiente, cursando el último año de Periodismo, el catedrático de Relaciones Internacionales nos pidió una lectura crítica del texto de Fukuyama, a pesar de las escasas herramientas de las que disponíamos para comprender su impacto en un mundo que cambiaba entonces a pasos agigantados.
Recuerdo también que en mi análisis comenté que la tesis de Fukuyama era plausible solo en el mundo occidental, heredero de la tradición judeocristiana, pero que extramuros del “paraíso” occidental habita la gran mayoría de la población mundial en países sin tradición democrática como China o con una religión como el Islam, alejada de los valores liberales occidentales.
Tras el 11-S en 2001, ya como asesor del presidente de Estados Unidos, George W. Bush, Fukuyama apuntaba como los cuatro principales desafíos del siglo XXI al déficit democrático en los países islámicos, la unión del extremismo y las tecnologías de armas de destrucción masiva, el alejamiento de Estados Unidos y Europa y la debilidad de los estados.