Los recuerdos de la niñez, curiosamente, sobreviven con más fuerza, que no con más nitidez, conforme pasan los años. Uno de esos me lleva a las tardes de siesta, donde había dos pasatiempos destacados en la lucha contra el tedio interminable: ver las sombras de los transeúntes cuando se reflejaban en el techo de la habitación o... jugar a tenderos, con mis multiplicados hermanos. Centrándonos en esto último, que para eso he titulado así esta columna, recuerdo que se podía construir una tienda con cualquier cosa, una caja de zapatos, una silla o un serijo. Los productos a vender también estaban por todas partes. Los zapatos podrían ser jamones, las pinzas de la ropa chorizos, las canicas quesos... y ya teníamos montada la charcutería. Tan ricamente. Los precios nadie los discutía. Pasado el rato, el “tendero” y “los señores clientes” volvían a sus juegos o estudios, sin más. Ni rastro de nóminas, impuestos, EBITDA, deudas, impagados, pasivos o activos. Ni rastro de la angustia total que supone la posibilidad de no llegar a pagar las nóminas, ni de los malabares que hay que hacer para pagar a Hacienda sin un segundo de retraso, ni de la lucha eterna que hay que mantener para que la administración te pague sus deudas.
Estaría bien que algún día, en alguna toma de posesión de cargo se tomara posesión, también, del compromiso y la responsabilidad
Ninguna preocupación sobrevivía al desmontaje de la charcutería improvisada. Era un juego. Con palabras se convertían las canicas en el mejor queso curado de oveja manchega, o se cobraban mil millones, de pesetas, por un jamón del bueno, con forma de zapato viejo.
De todo eso me acordaba estos días, en los que, otra vez, se vuelven a llevar a cabo nuevas tomas de posesión de nuevos presidentes en distintas autoridades portuarias, cuando los directores se van cambiando, o se están a punto de cambiar, cuando los organigramas, flamantes en algunos casos, saltarán por el aire sin remedio, para dar paso a otro nuevo esquema, con nuevas caras y nuevos cargos. Nunca como ahora se habían producido tantos cambios en tan poco tiempo. Algo que nos ha permitido escuchar, uno, dos, tres, cien... discursos de nuevos presidentes. Todos ellos, tanto los que tienen posibilidades de permanecer en el cargo unos años como los que tenían en su objetivo temporal estar ahí unos días, han sucumbido al ambiente solemne, rimbombante incluso, y se han dejado llevar por la lírica.
Las palabras motivantes y motivadas han transmitido siempre una voluntad total de trabajo y progreso, dejando a un lado, siempre, algo que a las empresas se nos impone como primer requisito, sin el cual, como en la Copa del América, no hay segundo: cumplir los objetivos. En el mundo de la economía, en el de la empresa, si no se llega a objetivos... estás muerto. En el mundo de la administración y la política, ni siquiera se nombran. Y si se nombran se les renombra o, directamente se les ignora una vez que nos han servido bien. Qué envidia. Cómo nos gustaría trabajar sin objetivos. Llegar al trabajo sin saber qué hay que vender este mes, qué hay que pagar, cuándo vence el pago a Hacienda, cuánto hay que echarle al banco... y todo ello sin posibilidad alguna de incumplimiento. Digo que estaría bien que algún día, en alguna toma de posesión del cargo se tomara posesión, también, del compromiso y la responsabilidad. Mínimos ambos, si quieren. Que alguien al coger el timón de, por ejemplo, un puerto, indicara cuáles son los objetivos mínimos, siempre realistas, posibles, ambiciosos y medibles, y que se marcara un plazo inamovible para o conseguirlos o... marcharse.
Todo lo demás es jugar a tenderos.