No me gusta la palabra VIP, pero la usaré para que me entiendan. Invitar a un VIP a algún evento es iniciar, en más ocasiones de las deseadas, una auténtica odisea. Entre jefes de gabinete, jefes de comunicación, jefes de protocolo, aspirantes a jefes y carpetillas distinguidas, la misión se vuelve más peliaguda que la ocupación de Afganistán. Llama la atención la diferencia que hay entre el interés que ponen en campaña electoral y luego, en el día a día. En el primer contexto, optan por estar en todas partes, amables, considerados, dialogantes incluso. Luego, unos más que otros, se ponen estupendísimos, distantes, altivos a veces, a la hora de contestar a una concreta y directa invitación. Algunos de esos VIPs, no todos, han estado al otro lado del mail. Antes de ser invitados han sido “invitantes”, pero claro, algunos cargos borran memoria y senderos, y no te devuelven el conocimiento y la sensatez hasta que dejas de ostentarlos. Como quien despierta de un sueño, de golpe, la caída al vacío fuera del poder les hace volver a la realidad, despiertos por el intenso frío que hace fuera de la cálida manta de adulación permanente que suele cubrir al poder.
Hay innumerables asociaciones, eventos, iniciativas de todo tipo, que solicitan la presencia de este o aquel VIP. Los objetivos siempre son tres: elevar la categoría mediática del evento, mostrar a lo más alto lo que se está haciendo y, sobre todo, coger ánimos para seguir trabajando, en la mayoría de los casos, de modo totalmente altruista.
Igual que los artistas viven del aplauso, las asociaciones de ocio, de negocio o benéficas, cuando no cuentan con salario concreto para los que además de guiarlo tiran del carro, se mantienen a base de ese combustible imprescindible: el ánimo.
Ver en tu asamblea, fiesta, aniversario, cena benéfica o presentación al conseller, alcalde o ministro significa coger impulso, sentir que se va por el buen camino. Son la guinda a la organización de ese tipo de eventos que aspiran a lo máximo.