Durante mucho mucho tiempo, en esta galaxia logística tan cercana, lo único que importaba era lo que teníamos encima de la mesa. Las cosas iban bien. Se ganaba dinero. Las verjas de los puertos actuaban como confortable capa de invisibilidad. Los clientes tenían más de cautivos que de conquistados. Si una empresa de transporte topaba con un buen importador o exportador, tocaba atenderlo y mimarlo y, sobre todo, rezar para que ese cliente no escudriñara otras posibilidades. Era todo más personal y directo. Tanto es así que en ocasiones los clientes no eran de la empresa, sino del comercial que los atendía. De ahí los “fichajes” de determinados galácticos, que iban de una transitaria a otra... y a otra, con sus clientes bajo el brazo. Luego llegó internet y todo el torrente de luz y comunicación que supuso. Complicado ocultar información y opciones cuando con un clic se tiene toda la oferta de todo el mundo en tu despacho, al instante. A eso hay que sumar la globalización. El campo de batalla, y su posible cosecha, ya no es el patio de tu casa, es todo el mundo. Se hace más difícil salir adelante sin levantar la vista de la mesa. Hay que informar, y, sobre todo, informarse. Se precisa encontrar fuentes fiables en las que poder depositar la sagrada confianza. A partir de ahí... toca leer. Seleccionando siempre, pero leer. Ya no vale eso de que “esto no va conmigo”. Ya todo está relacionado con todo. Si una pequeña posible competencia inicia su andadura, si tus competidores de siempre se establecen en nuevos territorios, si a Donald Trump le da por quedarse con el canal de Panamá o imponer aranceles, si las tecnológicas van a producir más chips o no, si la inteligencia artificial es ya más o menos importante que la emocional, si los buques siguen creciendo o si ya les ha pasado la edad del estirón, si, en definitiva, podemos comer de todo.