Hay quien no lo quiere ver, pero la batalla comercial entre China y el resto del mundo es una evidencia. El conflicto más visible viene ya de lejos, por lo menos desde 2018, cuando las dos primeras economías del mundo (China y Estados Unidos) iniciaron un tira y afloja sobre determinados productos que, ni ha acabado, ni va a hacerlo a corto plazo. Las tensiones entre los dos países no son exclusivas de ellos, de hecho, con Europa también se mantienen numerosas y crecientes discrepancias.
La potencia productora del país asiático preocupa, pero ya no tanto por capacidad productiva, sino por los bajos precios y las altas calidades que ya son capaces de colocar en el mercado mundial.
Creo que todos coincidimos al señalar que los costes de producción, cuando no se tiene el más mínimo respeto por las personas y sus derechos, determinan unos costes finales con los que queremos ni debemos competir; pero cuando abrimos el melón de la calidad nos equivocamos al pensar que todo lo que viene de China son artículos del bazar.
Con las excepciones lógicas y necesarias, si como productores seguimos instalados en la creencia de que la calidad del producto chino es siempre mala, estamos dando el primer paso hacia nuestra desaparición. Hay que asumir la realidad.
Otra historia es que los exportadores chinos, además, cuenten con subvenciones gubernamentales desleales (subsidios) que acaban perjudicando a los productores nacionales del país importador. Este es el caso de los vehículos eléctricos, cuya exportación masiva por parte de China ha puesto en jaque a la industria automovilística europea.
La preocupación es tal que la propia Comisión Europea ha impuesto aranceles compensatorios provisionales, con una duración máxima de cuatro meses, a las importaciones de vehículos eléctricos de batería procedentes de China. En realidad no se trata de aranceles, sino de derechos compensatorios para neutralizar los efectos de las ayudas del gobierno chino a sus exportadores.