Los puertos son un reflejo de las ciudades, de las regiones y los países en los que se insertan. Por lo general, nos ofrecen una visión bastante fiel de la actividad económica que se desarrolla tierra adentro. Incluso nos hablan del carácter de los hombres y mujeres que pueblan sus alrededores. Los puertos son espacios vivos, dinámicos, cambiantes... que nos interpelan buscando respuestas a sus inquietudes, que son también las nuestras.
Si a menudo se dice que los aeropuertos son la primera imagen que el viajero se lleva de un país nada poner pie en tierra, qué decir de los puertos, integrados de lleno en un entorno, frecuentemente urbano, con el que forman uno. Quien haya tenido la fortuna de haberse aproximado por primera vez a una ciudad o un país por mar, lo sabe bien. Esa primera imagen no se olvida. No importa cuál sea el puerto, ni el nombre de la ciudad o del país. Ni el mar o el océano que lo baña. Lo mismo da si es de amanecida o a la puesta del sol, incluso entrada la noche, cuando los destellos de un faro o las farolas del muelle guían la nave a buen puerto. Llegar a puerto es una experiencia única, aunque lo primero que veamos desde el ojo de buey del camarote o desde cubierta, sea una parva de carbón, un gran montón de chatarra, una explanada cubierta de palas eólicas o una planta de gestión de residuos que nadie quiere tener cerca de su casa.
La transición energética y la gestión de materias primas, fundamentales para lograr una economía circular y sostenible, está creando una enorme demanda de infraestructuras portuarias para acoger actividades como la producción, el montaje, el almacenamiento y el mantenimiento de molinos de viento, plantas para producir combustibles sostenibles como hidrógeno o amoniaco, así como otros tipos de actividades industriales molestas que ya no tienen cabida en los entornos urbanos por las molestias y riesgos asociados, con el añadido rechazo social que generan.