La actual situación de caos intermitente en distintas ciudades y carreteras, como consecuencia de las acciones desesperadas de los agricultores españoles, vuelve a poner sobre la mesa el avance imparable del deterioro de nuestra sociedad, cada vez más enferma. La normalización de la violencia, del caos, como única arma para conseguir reivindicaciones, lejos de ir perdiendo fuerza por la vía de la crítica y la falta de apoyo, va consiguiendo todo lo contrario: aplausos, loas y prestigio, incluso. Tanto fastidias, tanto vales. Es lo que hay.
Está claro que eso de trabajar a pérdidas no debería estar permitido jamás, y mucho menos cuando esas pérdidas nacen, en buena parte, de hacerle el culo gordo a las todo poderosas y todo millonarias grandes cadenas de distribución. Vaya esto por delante.
Otra cosa distinta es que veamos sin reaccionar cómo se consolida lo de que si quieres conseguir algo ha de ser, en más ocasiones de las aceptables, por la vía de la violencia. Concluimos que, en este tiempo que nos ha tocado vivir, visto lo visto, quien no la usa es porque no puede. Si, por ejemplo, tuviéramos un tractor cada uno los trabajadores autónomos, seguramente también lo usaríamos para defendernos. Que esto sea así hoy, no debiera significar que la sociedad lo acepte como algo válido para mañana.
Toda la razón se pierde si se corta una carretera. Toda la paciencia también
Cuando las medidas tomadas por las administraciones locales, nacionales o internacionales, se pueden cambiar o suprimir a base de golpes, algo está peor que mal. Las normativas y leyes, si son como deben de ser, pensadas, estudiadas, justas y necesarias, deben mantenerse contra viento, marea y cortes de carreteras. Si se cambian en función de la violencia que generen, como suele pasar, debería haber responsables y consecuencias. Debería rodar la cabeza de todo aquel que haya tenido que ver con el establecimiento de ese primer borrador, causante de ingentes pérdidas de tiempo, nervios y dinero. Pero no. La realidad indica que se puede seguir dictando normas inamovibles, que pueden moverse en cuanto se muevan los tractores por donde no deben.
Y es que cuanto más grande es tu herramienta de trabajo, más fuerza puedes ejercer, caiga quien caiga. La falta de respeto a las normas de convivencia es tan extendida que llega a ocasionar que las pescadillas se muerdan la cola. El despropósito va por barrios. Y nunca se corta el tráfico rodado a gusto de todos. Es la anarquía, amigo.
Si los transportistas ayer defendían sus reivindicaciones a base de camión atravesado, eran todos los integrantes de la cadena social los que se quejaban amargamente de que no les dejaban trabajar. Hoy, esta misma mañana, escuchaba a representantes del sector del transporte por carretera pidiendo, amargamente, “que los dejen trabajar”. No tenemos arreglo.
Es necesario volver a las líneas rojas, tan vilipendiadas, humilladas y traicionadas en estos tiempos. Una de ellas, sin la que es imposible aspirar a una sociedad que valga la pena, es esa de que tu libertad acaba donde empieza la mía. Hay terrenos comunes que no pueden seguir siendo anexionados en función de la fuerza que uno tenga. Terrenos como las calles o las carreteras. Las vías de transporte no deben convertirse jamás en moneda de cambio. Es una máxima que, precisamente, ha sido tiempo atrás ignorada por los transportistas, los que más sufren las consecuencias cuando se cortan.
Las carreteras, los puertos, los aeropuertos, por lo fácil que puede resultar bloquearlos, por lo débiles que son en ese aspecto, deben estar radical y rotundamente protegidos. Deben ser intocables. Toda la razón se pierde si se corta una carretera. Toda la paciencia también.